Besé
su mejilla antes de salir, dormía, como cada día al ponerse el sol. Mis
manos todavía olían a manzana asada y a canela, el mismo aroma que
perfumaba la casa durante muchas tardes de otoño y la cocina se
llenaba de manos de mujer; tres generaciones asando manzana y picando
canela con el viejo mortero y el almirez.
La harina sobre la mesa, y en
mi pelo, y los dedos traviesos pellizcando masa dulce antes de hornear.
Las tartas descansaban su tiempo sobre la alacena, todas menos una, la
misma que llevaba en una pequeña cesta colgada de mi brazo junto a los
restos de manzana y pieles sobrantes. Era la entrega, lo que cogíamos
del valle era devuelto al valle.
Me eche el mantillo sobre los hombros, rojo: como la sangre, tejido a mano por la yaya hacía solo unas lunas, con esos dedos gruesos y llenos de ampollas que la edad otorga. El frio me acarició el rostro como lo hace la mano invisible de las sábanas heladas que acogen mi cuerpo cada noche, solo que, ahora, no podía mecerme a merced de su arrullo. Tenía que apresurarme.
Me eche el mantillo sobre los hombros, rojo: como la sangre, tejido a mano por la yaya hacía solo unas lunas, con esos dedos gruesos y llenos de ampollas que la edad otorga. El frio me acarició el rostro como lo hace la mano invisible de las sábanas heladas que acogen mi cuerpo cada noche, solo que, ahora, no podía mecerme a merced de su arrullo. Tenía que apresurarme.
Notas de otoño desde el Alerce Rojo
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