Melaza de otoño

 

© Falldara

Recogías los escaramujos sorteando espinas de ramas de mal agüero. Refrescaba, y te acordabas de la yaya que te gritaba que donde ibas así, tan fresca. Fresca era la tarde, el sol caído ya como si estuviese enfermo, no, enfermo no, con empacho de calor, la fatiga que sucede al calenton, como cuando hay fiesta en el valle y la bebida calienta el estómago, y al día siguiente te quieres morir y la yaya te saca casi a rastras de la cama, y pestañear es como subir al ibón, cuesta tras cuesta y a pleno sol. Pero hoy la tarde es fresca, los marrones y naranjas van pintando el valle y los escaramujos llenan la cesta. Será una semana de olor a compota, melazas dulces y golosas que inundan las manos, las bocas entre tarro y tarro sin poder esperar al equinoccio.  

—La ofrenda a la tierra no es nada si no pruebas lo que vas a ofrecer antes —decías. Y bien es cierto, niña, que nadie quiere ofender a los dioses, y mucho menos cuando se acerca el invierno. Solo un poco más de bayas rojizas, solo un pinchazo más de la rosa silvestre traicionera y al último saludo del sol, volvías a casa con las manos llenas de arañazos y los labios teñidos de rojo.

 

 
© Falldara 
 
 
Tras el equinoccio de otoño. Desde el valle del Alerce Rojo.

  

0 Comments